Jon Rahm. Número 1

Rahm rompe moldes. Y récords. Es el segundo español en llegar a la cima, uniéndose a su ídolo, Seve Ballesteros, que fue número uno durante 61 semanas en cinco periodos entre 1986, cuando se creó este ránking, y 1989 —José María Olazabal y Sergio García llegaron al número dos—. Y es el europeo que menos tiempo ha necesitado para recorrer el camino desde su llegada al profesionalismo y lo más alto de la clasificación (cuatro años y 27 días), mejorando a McIlroy (cuatro y 170) y solo por detrás en la historia de los estadounidenses Tiger Woods (290 días) y Jordan Spieth (931). Antes ya había avanzado a McIlroy y Spieth en precocidad entre los 10 y los cinco mejores del mundo.

 

Números detrás de un golfista de cuerpo entero, un bombardero en línea recta con el driver y un artista cerca de green, como demostró el domingo con un approach en el hoyo 16 que dejó boquiabierto al mismísimo Nicklaus. “Ha sido un golpe increíble”, le piropeó El Oso Dorado cuando le recibió tras la ronda. Que luego le impusieran una sanción de dos golpes porque la bola se movió antes del impacto no le privó ni del triunfo ni de una sensación de felicidad que le hizo llorar cuando hablaba de su familia.

“Gracias por las virtudes y la disciplina que me habéis enseñado”, dijo Rahm, dedicándoles unas palabras en euskera en la televisión estadounidense. Sus padres, Ángela y Edorta, le llevaron a la escuela de Celles con 13 años. “Le hice unas pruebas básicas”, recuerda el entrenador, “golpes de approach, el swing, los efectos, cómo manejaba la bola. Era un chaval fuerte y grande. Con esa edad ya era un pegador. Y se veía algo especial, un potencial”.

De Barrika a EEUU

Celles recuerda una de las primeras veces que salió al campo con Rahm. “Hacía viento y frío, un día de Open. Con el driver y un hierro cuatro dejó la bola a pocos metros de bandera. Me quedé impresionado. Me giré para felicitarle, ¡y le vi enfadado! ¡Él la quería dejar a un metro! Eso determina a un grande. Siempre ha tenido un carácter fuerte. Ser tan autoexigente hace que nunca le parezca suficiente lo que hace”.

Como Seve, Rahm es fuego puro. Un carácter volcánico que alguna vez le ha traicionado pero que con el tiempo ha aprendido a canalizar y que hoy combina con la meditación. “De juego, lo tiene todo. Alguna vez le han podido las ganas, pero ha madurado, no fuerza tanto la máquina, ya sabe cuándo no ser tan agresivo”, le define Olazabal. Lo que no se ha apagado ni lo más mínimo es esa ambición inagotable por ganar y ganar. ”Jon es así de competitivo desde pequeño”, cuenta su padre, Edorta; “siempre ha querido ganar. Practicaba el fútbol, el esquí, el taekwondo, la pelota vasca, el golf, iba en piragua… Y en todo quería ganar. Hasta cuando jugaba a las cartas con los abuelos. Pero todos esos sueños de grandeza no son malos porque ha trabajado y trabaja mucho para ello. Cuando Jon dice que quiere ganar el Masters o el Open, no se queda viendo la televisión. Si quiere algo, trabaja por conseguirlo”.

El golf entró en la familia por Edorta, que se quedó prendado del juego cuando fue invitado por unos amigos a ver la famosa Ryder de Valderrama en 1997. Al volver a casa se hizo socio del club Larrabea, donde después empezarían a jugar sus hijos. Jon era uno de sus niños que quería ser futbolista del Athletic (su abuelo Sabin fue delegado del club durante 33 años), pero en el golf encontró su hábitat. De su Barrika natal pasó a la Blume con la federación española y de ahí voló a la Universidad de Arizona, donde le bautizaron como Rahmbo, fue tutelado por Tim Mickelson, hermano de Phil, y se convirtió en el mejor amateur del mundo en 2015. Un curso después se hizo profesional.

En los años universitarios conoció a Kelley Cahill, en una fiesta de Halloween. Él iba disfrazado de militar y ella, lanzadora de jabalina, de árbitro de la NFL. En diciembre pasado se casaron en la Basílica de Begoña. Rahm (el apellido viene de un antepasado suizo que emigró a Bilbao a principios del XIX) sigue muy unido a sus raíces pese a ser una estrella mundial. Una figura que dice relajarse fregando platos, vasos y cubiertos. Le sirve para limpiar la mente y pensar en retos: “Lo siguiente es un grande”.

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